martes, 8 de diciembre de 2009

Vicente Fatone

Mi agradecimiento a Leo por la información acerca de este gran filósofo...


Vicente Fatone

Fatone (1903-1962) fue tal vez el primer latinoamericano, nacido en Argentina, dedicado honradamente al encuentro de Oriente y Occidente: de allí la preferencia en su obra de los tópicos universales de lo religioso y la mística. Profesor de filosofía en 1926 por la Universidad de Buenos Aires, su interés por el hinduismo y el budismo lo llevó, en 1936, a ganar una beca de la Comisión Nacional de Cultura para realizar un viaje de estudios por la India y el Tibet durante un año. En Buenos Aires había sido discípulo de Alejandro Korn. En Calcuta estudió con Surendranath Dasgupta y, presumiblemente también, con Visvabandhu Bhattacharya y Satischandra C. Chatterjee. Claro que para esa fecha hacía ya diecisiete años que Fatone se interesaba por temas orientales y conocía, llevado por su honradez, una cuota de japonés coloquial y de sánscrito.

Si algo hay que destacar de su labor, ese algo es el quieto impulso de su inteligencia. Puede sorprender que el conocido principio taoísta del wu-wei, no hay nada que el no hacer no haga, fuera el oriente de su conducta, y puede asombrar también que, sabiendo conformar su actividad de acuerdo con esa intuición metafísica, nunca haya desdeñado la fuerza sentiente de un misticismo como el católico: un bustito de san Buenaventura presidía, solitario en toda su biblioteca, la labor diaria de estudioso. Quizá por esa amplitud, que no era más que ingenuidad, integridad, Fatone haya podido escribir tratados sobre filosofía oriental o el universo de la mística junto a catorce cuentos para niños. Tal vez por eso también pudo escribir tanto una lógica que aún hoy es texto de escuelas secundarias en México como el primer aviso radiofónico de laxantes en la Argentina. Tradujo, asimismo, cuatro volúmenes de la versión española del Estudio de la historia de Arnold Toynbee y El diablo de Giovanni Papini. Escribió sobre el existencialismo, la relación entre filosofía y poesía, sobre la esencia del teatro y la definición de la danza (tópico casi inexistente en filosofía, a no ser por ciertas páginas de Platón y Nietszche, de Coomaraswamy o Zolla, y, alargando los términos, por el Eupalinos de Valéry). Dio más de ochenta conferencias sobre los más variados temas (incluidas las pronunciadas en la India) y colaboró en periódicos y revistas de gran tirada en Buenos Aires con más de cuatrocientos artículos y cincuenta textos de ficción. Dirigió la versión castellana del Diccionario Enciclopédico Quillet y el semanario Qué. Contra el consejo de los sabihondos, publicó un libro de entretenimientos para niños. Según él mismo afirmó, Cómo divertir a chicos y grandes era, de entre sus escritos, al que más cariño le tenía. He aquí los términos exactos de su elección (cuando se le preguntó si sentía especial cariño a alguno de sus libros):

"Sí, a uno que no es filosófico por cierto. Un libro de entretenimientos: Cómo divertir a chicos y grandes. A muchos pudo extrañar que yo escribiese un libro de entretenimientos; pero cuento con el antecedente del filósofo Heráclito que alguna vez se entretuvo jugando a la payana con los niños. Y cuando algunos hombres importantes se detuvieron, escandalizados, al mirarlo jugar, Heráclito les contestó: "¿Qué miran...? (y agregó una palabra fuerte). No les parece preferible esto a que me ponga a administrar la república con ustedes?"6

Dos son los grandes temas que ocuparon la reflexión de Fatone: el concepto de libertad y la mística. Desde una perspectiva existencialista, pensaba que la libertad es el componente fundamental de la existencia humana. Pero la libertad se hace a sí misma, de modo que el ser humano no sólo tiene libertad, sino que "pertenece a la libertad". Su interés por la mística le llevó a estudiar el pensamiento oriental como una forma diferente de conocimiento que poseía un poder liberador y no debía ser tachado tan sólo como pensamiento irracional. Una de sus obras más relevantes es "El existencialismo y la libertad creadora" (1948).

"Definición de la mística"

Hombre soy y nada divino considero ajeno a mí. Con esta fórmula podríamos indicar el término del proceso místico, que se inicia con la exigencia expresada así por Novalis: "Dios quiere dioses". En cuanto al proceso en sí, valen estas palabras: "un ejemplo de lo que los biólogos llaman tropismo, es decir, una tendencia inherente de los seres vivos a volverse hacia la fuente de su alimentación". Es el enderezamiento hacia la fuente que mana y corre, hacia la fons vitae de Ibn Gebirol. Y mejor aún valen las últimas palabras de Plotino: "vuelo del Único hacia el Único".

La mística es, ante todo, experiencia. Las explicaciones místicas –decía Nietzsche– pasan por profundas, pero no son siquiera superficiales. Y Nietzsche tenía razón, aunque no había advertido que no son siquiera superficiales porque no son explicaciones. Le hubiera bastado, para saberlo, abrir el libro de los "Nombres Divinos" donde se dice que ese largo discurso no tiene por objeto explicar nada, ya que se refiere a lo inefable. Pero, aunque no son explicaciones, no pretenden comenzar, como Hegel les reprochaba, con el pistoletazo de la intuición intelectual o de la verdad revelada. En el mismo tratado de Dionisio de Aeropagita se advierte que lo inefable escapa también a la mirada intuitiva de los bienaventurados.

La experiencia mística es, como toda experiencia, incomunicable, pero no imparticipable. Eso está igualmente en Dionisio. Como experiencia, la mística prescinde de explicaciones, aunque pueda tolerarlas; pero éstas no son ya explicaciones místicas sino explicaciones de la mística. Conviene señalarlo, para prevenir la confusión entre hecho y doctrina, entre mística y misticismo.

Ante todo, ¿de qué es experiencia, esta experiencia? La experiencia mística puede ser definida como sentimiento de independencia absoluta. La mística queda contrapuesta así a la religión, que, de acuerdo con la famosa definición de Schleiermacher, es sentimiento de absoluta dependencia. En ambos casos, la palabra "sentimiento" puede ser remplazada, como sucede en el pensamiento de Schleiermacher, por la otra: "experiencia". Se evitan así las implicaciones románticas y las restricciones de ese sentimiento que induce a no ver en la religión y en la mística sino un énfasis de lo afectivo, aunque ésta no había sido la intención de Schleiermacher. A pesar de esta contraposición, o gracias a ella, la mística es el término y el fundamento de la experiencia religiosa, y ésta, sólo un momento de un proceso que cobra sentido en aquella.

Esa independencia es absoluta. No se trata de una independencia lograda en este o aquel aspecto de la vida del espíritu sino por el espíritu mismo de su integridad. Sin embargo, siempre han merecido atención preferente, cuando no exclusiva, los aspectos devocionales y ascéticos de la mística, sus modos estético y ético. La frecuencia de expresiones y símbolos como los de "unión amorosa" y "aniquilamiento", referidos especialmente al sentimiento y a la voluntad, contribuyó al olvido y hasta al desprecio del aspecto lógico de la mística, presentando a ésta como solución irracional del problema del conocimiento. Por ello, los historiadores occidentales de la filosofía se han considerado con derecho a excluir de sus cuadros a Dionisio el Aeropagita y hasta a Meister Eckart, como si la mística no hubiese adelantado ninguna doctrina. De ahí que convenga, para fundar la definición que de la mística hemos dado, comenzar por el menos atrayente, aunque no el menos importante, de sus aspectos. Intentemos mostrar cómo esa independencia absoluta en que la mística consiste supone una liberación del pensamiento, y cómo la lógica de la mística se articula con las otras lógicas y las supera.

El desenvolvimiento lógico consta de cuatro momentos, que son: el momento prelógico, el momento formal, el momento dialéctico y el momento místico. El momento prelógico corresponde al de la llamada mentalidad primitiva, objeto de estudio especialmente en la escuela francesa de sociología. Como la existencia de esta mentalidad primitiva puede ser discutida, y lo ha sido, podemos referirnos al momento prelógico que se da en el sueño y que en definitiva corresponde al de aquella mentalidad. En vez de utilizar, para reconstruir esa lógica, el vago anecdotario de los viajeros, podemos utilizar nuestra propia experiencia de la ensoñación. Desde el punto de vista lógico, el sueño sólo conoce la afirmación: tal imagen es esto y es también, al mismo tiempo, esto otro; X, que es nuestro enemigo, se nos presenta como siendo simultáneamente nuestro enemigo Y. Esta lógica carece de principios, es indiferente a ellos y debe, por eso mismo, resolverse en la simplicidad de la afirmación ingenua. Todo en el sueño es y es presente, no se da en el sueño siquiera la oposición entre los distintos momentos del tiempo: no hay en el sueño ni recuerdo ni esperanza. El sueño es la afirmación indiscriminada e indiscriminante. En el sueño todo es, y no existe la sospecha ni de lo que ya ha sido ni de lo que aún no ha sido; no existe la sospecha del no ser en el tiempo. Y tampoco en el espacio; en el sueño, así como se da sólo el ahora, se da sólo el aquí, pues la afirmación no admite las restricciones del allá: su espacio es éste, como es éste su tiempo.

En el momento formal se descubre la negación, sin rechazar la afirmación. En el momento prelógico se afirmaba, simplemente; ahora, se afirma o se niega. Este momento significa un progreso con respecto al anterior, y ese progreso no consiste sino en el descubrimiento de la contradicción. El ser es, el no ser no es; afirmar y negar simultáneamente es imposible; los dos primeros juicios constituyen la réplica al momento anterior en que todo era; el segundo juicio postula la validez absoluta de este segundo momento, que declara ser el último. Lo contradictorio es imposible y lo imposible es contradictorio. Pero esta lógica no advierte que por ser puramente formal, despojada de contenido, la certeza que ofrece puede no ser la verdad. Los fantasmas del momento prelógico no han desaparecido. Este es un momento en que los fantasmas se han hecho puros: formas vacías.

Y llegamos al tercer momento lógico; que es el de la dialéctica. En el primero se afirmaba; en el segundo se afirmaba o se negaba, sin admitir, entre la afirmación y la negación, término medio; en este tercer momento se va a afirmar y negar. El segundo momento era el de la lógica de la identidad en que el ser es y el no ser no es; el tercer momento es la lógica de la contradicción. Si sólo el ser es y sólo la nada (o el no ser) no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. "No hay ni en el cielo ni en la tierra cosa alguna que no contenga tanto el ser como la nada." El puro ser, sin determinación alguna, es la pura nada, también sin determinación; ambas son abstracciones sin contenido. Por ello Hegel pudo lanzar su desafío: Quienes afirmen la diferencia entre el ser y la nada intenten, sin caer en el ser o en la nada determinados, demostrar en qué consiste esa diferencia. La lógica debe comenzar con ese puro ser, absolutamente vacío, indeterminado e inmediato que no es sino la pura nada, también absolutamente vacía, indeterminada e inmediata. Pero la pura nada y el puro ser son, a la vez, diferentes. Si no lo fuesen, la identidad del ser y de la nada impediría todo proceso. Los dos términos eran ya distintos como lo son lo real y lo irreal. Si cada uno de esos términos es ahora equivalente al otro –se considera obligado a aclararnos otro idealista– ha surgido una contradicción; dos términos definidos como incompatibles han resultado equivalentes. En el devenir, el ser se afirma como diferente de la nada, y ésta se afirma, a su vez, como diferente del ser; pero en ese devenir que los unifica se niega también el ser y se niega la nada. La dialéctica nos obliga, en el devenir, a afirmar y a negar tanto el ser como la nada. Lo que era imposible en el segundo momento, es aquí no lo posible, sino lo real y su fundamento: la contradicción misma. El ser y la nada subsisten en el devenir, que sólo es en cuanto el ser y la nada son distintos: el devenir los une, pues no consiste sino en el paso del uno al otro y por lo tanto suprime su diferencia. Hemos superado así, en este momento, el momento formal, que en busca de certezas ha prescindido de la verdad, y que se ha detenido en los fantasmas puros del ser y de la nada al afirmar que el ser es y la nada no es. Afirmando la contradicción y no la mera identidad, en este momento dialéctico se ha llegado a lo que nuevamente parece ser el último extremo: afirmar la nada y negarla.

La proposición "el ser y la nada son lo mismo" no quiere, como podría parecer, negar simplemente la diferencia –aclara Hegel–, pues contiene esa diferencia aunque la enuncie como identidad. La proposición es contradictoria, y en ella se da precisamente lo que debe darse: el ser y la nada, distintos en la unidad del devenir. La única dificultad, continúa Hegel, reside en que ese resultado no está expresado en la proposición, y sólo se lo descubre o reconoce mediante una reflexión exterior a la proposición misma. De nada vale agregar una segunda proposición en que se diga que "el ser y la nada no son lo mismo", pues esta proposición queda desconectada de la primera. De donde debe concluirse –y así concluye Hegel, aunque deteniéndose en su descubrimiento– que la proposición en forma de juicio no es apta para expresar las verdades especulativas.

Hegel alude varias veces al budismo y a la filosofía china como sistemas en que se ha intentado la más absurda de las aventuras: derivar la realidad concreta de la nada. Por esas tentativas de comenzar con la nada, "no vale la pena mover siquiera un dedo": esa nada de la que quisiera partirse, de la que se pretende extraer lo real, contiene ya el ser; y es siempre de éste –pero no entendido a la manera eleática, como ser que simplemente es– de donde ha de partirse. Pero si la absoluta indeterminación del ser se identifica con la nada, ¿no estaremos ante una cuestión de palabras?

Ya mucho antes de que se insinuasen los sistemas budista y taoísta que concluirían en misticismo, se planteó, toscamente, en el mundo oriental, la disputa: "En el principio era el ser"; "en el principio era el no ser"; y la disputa terminó, ante la imposibilidad de derivar la realidad del mero no ser que sólo fuese no ser, o del mero ser que sólo fuese ser, con el rechazo de ambos: "en el principio no era el ser ni el no ser". Uno y otro ofrecían, como punto de partida, las mismas dificultades que la dialéctica entrevé. La dialéctica opta por afirmarlos a ambos; pero como la simple afirmación de ambos no es sino duplicar la imposibilidad, también los niega. La negación de ambos duplica, a su vez, la imposibilidad. Afirmarlos y negarlos, cuando se los afirma y niega independientemente, no es sino insistir en los puntos de partida que se quiere superar. Es necesario –y así lo hace la dialéctica– afirmarlos y negarlos, pero en una relación intrínseca, y no como dos términos enfrentados, rígidos, que de ninguna manera podrían luego entrar en relación. Ni de la nada ni del ser era posible partir. Pero ¿por qué, entonces, insistir en que ha de partirse del ser y no de la nada, si ambos son idénticos en su absoluta indeterminación? ¿Por qué han de afirmarse y negarse ambos términos en la unidad del devenir, y no ha de negarse esa afirmación y negar también esa negación? Ésa es la actitud de la lógica budista, en la línea que conduce al misticismo de Nagârjuna. Ni la afirmación ni la negación aisladas, ni la afirmación y la negación unidas.

Heráclito afirmaba que el Uno, el único sabio, no quiere y sin embargo quiere ser llamado con el nombre de Zeus. La dialéctica se ha considerado, con razón, forma explícita y clara de ese principio. El momento místico tiene que consistir en la negación del momento dialéctico, y consiste en ello, como cada uno de los otros era negación del momento lógico anterior. Así se instaura la teología negativa, la lógica apofántica propia de la mística: negando aquel no quiere y quiere para convertirlo en esto otro: ni quiere ni no quiere. Ésta es la indiferenciación absoluta que puede servir de punto de partida. Indiferenciación donde hay, sin embargo, diferenciación (quiere y no quiere) pero negada.

El principio no es el ser del sistema eleático ni el ser del sistema dialéctico. El principio no es posible de afirmación ni de negación: ambas deben ser negadas, y en este sentido el principio es la negación de toda afirmación y de toda negación. El principio es lo que Otto ha llamado lo "enteramente otra cosa". En los úpanishads, como el mismo Otto advierte en los ensayos destinados a precisar su primer análisis de lo sagrado, se da ya esa fórmula, anyad eva, que vuelve a hallarse en el aliud valde y, con menos fuerza, en el dissimile, de San Agustín. Todas esas expresiones se resumen en la respuesta "neti, neti" (no es así, no es así), ante cualquiera afirmación o negación. Ya hemos indicado que lo mismo sucede en el budismo inicial. Ese sentido de lo que es "enteramente otra cosa" se afianza en los libros llamados del "Ápice de la sabiduría", donde el pensamiento parece complacerse en la paradoja, exactamente como en la paradoja parecía complacerse la dialéctica al esforzarse por superar el momento lógico que le era previo. Es la paradoja obligada para discriminar la naturaleza del principio, que no quiere, ahora, mostrar la contradicción sino negarla en su propio seno. Esto es lo que constituye la llamada irracionalidad de la mística: una irracionalidad que no es la negación de la lógica formal, de la lógica común, sino una negación de la lógica dialéctica, y su superación.

Primero fue el momento prelógico de la mentalidad primitiva que subsiste en el sueño: el momento de la afirmación sin conflictos. Luego, es el momento formal, abstracto, de la afirmación o la negación: el conflicto aparece cuando la afirmación y la negación, queriendo ser simultáneas, provocan la abstención del asentimiento. Se ha descubierto la contradicción, para negarla. El ser es; el no ser no es. Y no hay una tercera posibilidad. Luego es el momento dialéctico en el que se descubre una nueva contradicción: si el ser sólo es y la nada sólo no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. Afirmar meramente el uno y negar meramente el otro es una contradicción: se ha descubierto la contradicción del momento lógico y se niega ese momento negando que la contradicción sea imposible. Hay una tercera posibilidad: el devenir.

Ahora podrá entenderse el lenguaje y el pensamiento místicos. La lógica mística no afirma el ser ni la nada abstractos. Hegel reconocía que especialmente en la metafísica cristiana se había dado, con el rechazo de la proposición ex nihilo nihil fit, la afirmación de un tránsito de la nada al ser. Esta metafísica no era, pues, un sistema de la identidad, ya que no estaba fundada en el principio según el cual el ser solamente es y la nada solamente no es. Hegel admite, pues, que la metafísica cristiana supera la presunta posición budista que fundamentaría la realidad en una nada que sola es nada. Y admite también, expresamente, que del mismo modo supera la posición eleática y su esfuerzo por fundar la realidad en el ser que solamente es ser. En otras palabras, la metafísica cristiana había superado lo que la dialéctica quiere superar. No se le puede, entonces, hacer ya el reproche de haber querido comenzar con el "pistoletazo" de la revelación interna o de la intuición intelectual. Para negar la diferencia del puro ser y la pura nada, Hegel recurre, además, en su lógica, a las imágenes de la pura luz y la pura tiniebla: en la pura luz se ve tan poco como en la pura tiniebla, pues el puro ver es un puro no ver. Sólo la tiniebla hace visible la luz. A la misma imagen se recurre en el momento místico. Dionisio el Aeropagita ensaya, en su itinerario de ascenso y descenso en busca de expresiones para el principio, todas las afirmaciones y todas las negaciones. En el primer caso es el ascenso hacia la luz, y en segundo el descenso a las tinieblas. Pero ni en la luz ni en las tinieblas puede hallar el alma el refugio suficiente: debe buscarlo en la oscuridad transluminosa, en el rayo de tiniebla. En el ascenso, aparece la afirmación del ser por la vía eminencial; en el descenso, su negación; y en seguida se descubre la insuficiencia de la afirmación y de la negación. Llega, así al momento dialéctico, que es el de la oscuridad transluminosa y el rayo de tiniebla. Es entonces cuando se descubre que el no ser no es mero no ser, sino que está trabajado por la aspiración al ser; y por ello puede decirse que en el no ser se dan hasta el bien y la belleza, y que en el bien y en la belleza se da, de cierta manera, el no ser. Invocación de la nada al ser y vocación del ser hacia la nada.

Pero ése es sólo el proceso, y no su término. En el término, el proceso ha de ser negado, dejando de ser proceso, y para ello ha de mostrar en grado máximo su fuerza apofántica. El devenir –había dicho Hegel con otra intención– concluye en un resultado quieto. Esa quietud es, ahora, la última negación. Por ello la Teología Mística de Dionisio el Aeropagita termina negando todos los momentos lógicos posibles: el principio ni es ni no es; ni quiere ni no quiere ser llamado Dios, ni Unidad, ni divinidad; no está inmóvil, ni en movimiento, ni en reposo; no es tiniebla ni es luz, ni es error ni es verdad. El principio, absolutamente independiente, excede todas las afirmaciones y todas las negaciones, no admite afirmación ni negación alguna. No admite siquiera estas mismas negaciones, que también deben ser negadas y que por ello no pueden encontrar, como para su verdad declaraba no poder encontrarlo la dialéctica, un juicio en que expresarse.

Ahora sí la mística puede ser condenada a silencio. Ya ha descubierto, mediante la redención del pensamiento –que es uno de sus caminos, y no el único–, la independencia absoluta que nos había servido para definirla.

[Publicado originalmente en Insula (Bs.As.) 3 (1943): 192-199. Edición de Ricardo Laudato]



Vicente Fatone
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"El extremismo de la filosofía oriental"

Toda filosofía es una forma de extremismo. En Oriente, como en Occidente, el filósofo se impone el deber de analizar los problemas hasta sus últimos elementos y de desarrollarlos hasta sus últimas consecuencias; además, quiere resolverlos todos, y si en algunos casos parece aceptar limitaciones no es porque considere que haya problemas que no le atañen sino porque descubre la existencia de falsos problemas. Toda filosofía es extremista en este otro sentido: sea o no sistemática, quiere siempre una sola clave para resolver sus problemas: noûs, ratio, idea, tao, âtman, shûnya no son sino ejemplos de la necesidad de encontrar el tema único sobre el cual han de construirse las variaciones. De ahí el descrédito en que inmediatamente caen las filosofías eclécticas, formas de compromiso que repugnan al extremismo filosófico, y a las que podría aplicarse la graciosa comparación del Sarvadárshanas-samgraha: eso es como querer tener la mitad de la gallina asándose en el horno y la otra mitad poniendo huevos. Es la posesión de esa llave maestra lo que explica el convencimiento, expresado habitualmente con soberbia, de que el sistema propio es el mejor y el definitivo. ("A todo el mundo le agrada su propia tesis, como la tierra natal; y por ello duele verla negada", decía Âryadeva. Catuh-shátaka, 299).

Extremistas en todos esos sentidos fueron los griegos, a pesar de su "nada en demasía"; extremista fue la filosofía cristiana, aun en su resignada condición de ancilla, por su enderezamiento hacia la "única cosa necesaria"; extremista fue la filosofía del Renacimiento, con el "O César o nada" que a la verdad imponía Galileo; extremista fue la filosofía moderna que partiendo de la clave del ergo cartesiano ofrecería con Leibniz el mejor mundo posible o mostraría la imposibilidad de cualquier otro en la proposición XXXIII de la Ethica de Espinoza. Y extremista es la filosofía contemporánea con su imperativo, con su Ich, con su "todo lo real es racional y todo lo racional es real"; con el salto mortale de Jacobi, con la paradoja de Kierkegaard, con el santo Sí de Nietzsche.

La filosofía oriental, y especialmente la indostánica, que constituye su esfuerzo más sostenido, prueba aún mejor que la occidental la existencia y hasta la forzosidad de ese extremismo. Por de pronto, es extremista en cuanto reduce todos los problemas al del supremo bien (nihsreyasa, sin mejor). Los seis sistemas clásicos del brahmanismo coinciden expresamente en ello; y también coincide el budismo inicial con su actitud epoquística, de suspensión de todo otro problema: "Yo sólo enseño una cosa", decía Buddha; pero también enseñaban sólo una cosa los demás maestros indostánicos.

Desde sus comienzos, brahmanismo y budismo se muestran igualmente extremistas en el planteo de sus problemas. El brahmanismo parte de lo absoluto para concluir declarando ilusoria y por lo tanto falsa cualquier distinción o diferencia que crea descubrirse, y pronostica reiteradas muertes (Brihadâranyaka Úpanishad 4, 4, l9) a quienes perciban alguna diversidad en la incalificable realidad de Brahman. Tat tvam asi; etad vai tat: "Tú eres aquel"; "aquello es esto". He ahí las dos fórmulas a las que el filósofo debe permanecer fiel a través de todas las aventuras de su pensamiento. El más alto ejemplo de fidelidad a esas fórmulas habría de darse en el sistema de Shankara. El budismo parte de la contigencia (pratîtya samutpâda, origen condicionado) para concluir declarando ilusoria y vacía toda apariencia de realidad, aun la del nirvâna, que es tan incalificable como Brahman. Impermanencia, dolor, insustancialidad: he ahí las tres fórmulas a las que también han de permanecer fieles los discípulos de la nueva doctrina. El más alto ejemplo de fidelidad habría de darse en el sistema –que niega todo sistema y hasta se niega a sí mismo– de Nagârjuna. Podemos decir que el brahmanismo y el budismo plantean sus problemas en una misma dirección aunque en sentidos opuestos: síntesis, con el brahmanismo; análisis, con el budismo. (Cuando en el brahmanismo se acusó a Shankara de ser un budista disfrazado, el error consistió en no advertir aquella diferencia de sentido.)

Extremista es la filosofía oriental también en su intrepidez. Nunca los filósofos se detuvieron ante las consecuencias a que los llevaba el planteo de sus problemas. Principios como el de "Cuanto nace, perece" no fueron abandonados cuando se entrevió que podrían conducir a la negación del significado de la vida individual y, desde luego, de la misma historia; y si algún sistema llegó a la conclusión de la moralidad de la muerte voluntaria como en el caso de los jainas, a la muerte voluntaria recurrieron los filósofos, sin conformarse con la mera justificación teórica al modo de Hume o de Schopenhauer. Esto también es una manera de lealtad del filósofo con su propio sistema. La filosofía compromete al hombre todo y no sólo a su pensamiento. En Oriente, la filosofía no parece compatible con la vida miserable: no es una profesión cuyo ejercicio quede limitado a determinados momentos de la vida o afecte a determinadas "zonas" del espíritu. La filosofía es lo que Alain decía del carácter: un juramento.

Otras formas tiene este extremismo de los filósofos orientales. Se da en ellos un tipo de renuncia ascética que al pensamiento occidental le ha sido siempre doloroso: la de la originalidad. Por sí misma, la originalidad no puede constituir criterio de verdad, y nadie ha pretendido nunca atribuirle esa condición; pero muchas veces cedemos a la tentación de erigirla en criterio de promesa de verdad, sobre todo cuando aparece no en los principios que informan un sistema sino en el planteo de sus problemas. Aun esto, ya es, en filosofía, una actitud estetizante. "Original" tiene en Oriente, por el contrario, siempre sentido despectivo. Un pensador original es un extra-vagante: está, en cuanto hace de la originalidad un criterio, fuera de la filosofía. Buddha debió precisamente defenderse contra esa acusación; y, para que no quedasen dudas acerca de su actitud, incluyó, entre las vocaciones no edificantes, la de quienes se jactan de ser inventores de doctrinas (Majjhima-nikâya, I, 520).

Una forma curiosa de extremismo, en lo que se refiere a la necesidad de plantear y resolver todos los problemas, es el interés que la filosofía oriental pone en el estudio de lo inexistente: en lo que podríamos llamar su me-ontología. Desde el famoso himno védico (Rig-veda X, l29) en que se dice que en el principio no fue el ser ni el no ser, el problema de la inexistencia y sus "formas" se impuso a la consideración de los filósofos, no como problema simplemente condicionado por el del ser sino como problema con jerarquía propia. Esa preocupación por lo inexistente, esa meontología, intentó distinguir las variedades del no-ser (abhâva, inexistencia), ejemplificadas en "el hijo de la mujer estéril", "los cuernos de la liebre", "los cuernos de la vaca soñada", "las ciudades de los gandharvas", etc., y determinó las largas discusiones acerca de la naturaleza del juicio negativo y de la posibilidad del conocimiento de lo inexistente. La importancia concedida al planteo claro del problema de la inexistencia y del juicio negativo respondía a aquella actitud apofántica ya insinuada en el himno védico y acentuada en el pensamiento upanishádico y en el pensamiento budista primitivo. Las Úpanishads, con su "neti, neti", "eso no, eso no", como respuesta a toda tentativa de determinación de lo absoluto, obligaban a indagar el sentido de la negación; y a lo mismo obligaba el budismo primitivo con su "ni es el mismo ni es otro" como fórmula para responder a la pregunta de si el origen condicionado de los dharmas supone o no la permanencia de una entidad substancial. La escuela mîmâmsa que llegó a afirmar la existencia de una forma especial de conocimiento (pramâna) capaz de aprehender la existencia directamente, y las discusiones entabladas entre las distintas corrientes de pensamiento acerca de si el juicio negativo proporcionaba el conocimiento de una presencia ausente o el de una ausencia presente, muestran qué agudeza de análisis fue necesaria para intentar resolver los problemas que aquella actitud negativa inicial dejaba planteados. En ese sentido, la filosofía india se adelantó a la occidental. Las discusiones sobre la inexistencia y sobre el juicio negativo, tales como han sido planteadas a través de la polémica entre budistas y brahmánicos, van mucho más lejos que las comenzadas en Occidente por la lógica de Hegel. (Véase, por ejemplo, Dharmottara, Nyâya-bindu-tika, y Kumârila, Slokavâr-tika).

Antes de referirme a la característica fundamental, quiero señalar algunas otras cosas que son propias del planteo de los problemas filosóficos en Oriente. La filosofía india –si prescindimos de sus primeras manifestaciones– es siempre clara. Adiestrados en el arte de la exégesis de los textos tenidos por sagrados, los filósofos aprenden a precisar el sentido de las palabras que usan, y no únicamente el de los sustantivos, sino también el de las preposiciones y hasta el de las conjunciones. Esto permite saber, siempre, de qué están hablando. Si a ello se agrega que la filosofía nunca se confunde con la política, y que nunca se ha visto obligada a desviarse de sus planteos ni a disimular sus conclusiones, la claridad se hace aún mayor. En Oriente, el filósofo no sabe qué es eso de "enmascararse". Otra característica es la que los occidentales hemos calificado de ahistoricidad. Se trata, en rigor, del rechazo, por parte de los filósofos, de toda forma de relativismo histórico. En el brahmanismo y en el budismo, "filosofía perenne" es una expresión redundante: basta decir filosofía.

Donde el extremismo indio cobra sus manifestaciones más visibles es en la expresión misma del pensamiento. Nos ofrece, en fuerte contraste, por un lado la expresión aforística de los sûtras y por el otro la expresión sobreabundante de los comentarios y comentarios de comentarios. Eso constituye una doble dificultad para el estudioso: interpretar los sûtras, que desconciertan por su concisión, e internarse en la jungla de los bhâshyas, que acobardan por su inmensidad.

Pero estos dos extremismos se corresponden con las dos fuentes de conocimiento filosófico: la intuición y el discurso. En ambos casos se trata de lo mismo: de la búsqueda de la universalidad; y en ambos casos –el del método que conduce a la súbita visión de la verdad, traducida luego en un aforismo, y el del método que conduce al lento descubrimiento, traducido luego en el juego lógico de las razones– los indostánicos consideran que su filosofía es superior a la occidental. Los orientales tienen, como también la tenemos los occidentales, la convicción de que su filosofía es la única que haya sabido plantear los problemas en su verdadero terreno; y además creen que son ellos quienes han ofrecido soluciones definitivas a muchos problemas. Pero en dos aspectos de su vida espiritual ven, especialmente, su superioridad sobre nosotros: en el descubrimiento y la práctica de las técnicas necesarias para lograr ciertos estados en que es posible la experiencia de la realidad última, y en el análisis del pensamiento reflexivo. En lo que se refiere al primer aspecto, el consenso es casi unánime: los occidentales acogemos con escepticismo, pero con respeto, las aseveraciones acerca del valor de aquellos itinerarios contemplativos; y es ya obligatorio asociar el mundo indio a las prácticas de los ascetas budistas y brahmánicos. Con respecto a su capacidad lógica no sucede lo mismo. Es precisamente su capacidad de pensar, es decir, su capacidad de pensar con claridad, su cartesianismo, lo que Occidente ha esgrimido siempre como argumento para demostrar su superioridad sobre este otro mundo perdido en la vaguedad de una discutible experiencia espiritual. Pero Oriente sostiene también en este aspecto su superioridad. Los análisis lógicos y la dialéctica de los pensadores de la India habrían sido, según el profesor Dasgupta, de una agudeza y de una sutileza desconocidas para los europeos, y de una dificultad tal que ningún estudioso occidental ha sido capaz de dominarlos completamente. (Cf.: S. N. Dasgupta, Philosophy, en The Legacy of India, p. l00.)

En Occidente nos hemos acostumbrado a contraponer la vocación mística y la vocación lógica; pero en Oriente no ha sucedido lo mismo. Sobre cuatro ciencias hace descansar la tradición brahmánica la existencia de los seres humanos: la ciencia de la agricultura, la ganadería y el comercio, necesaria para satisfacer al hombre físico; la ciencia de la política, que hace posible la transformación de la vida en convivencia pues enseña el dominio de las pasiones y los impulsos, y gracias a ello promueve a los individuos a la condición de participantes de la esfera social; la ciencia de los tres vedas, que proporcionan al individuo y al grupo el acceso a la experiencia religiosa; y, por último, la lógica, ciencia del pensamiento reflexivo, medio para discernir lo verdadero de lo falso y disciplina sin la cual no es posible –según sostienen algunas escuelas– alcanzar el supremo bien de la liberación final. El primer aforismo del Nyâya-sûtra promete precisamente la obtención del supremo bien a través del estudio de los medios válidos de conocimiento, los miembros del silogismo, los sofismas, las falacias. Y si bien todos los sistemas brahmánicos declaran no ser sino instrumentos para alcanzar el supremo bien, el Nyâya pretende que ése es el objeto especial y propio de su ciencia.

Esta pretensión nos resulta paradojal, por la irreductibilidad que entre la lógica y la mística suponemos. Pero la lógica constituye una disciplina capaz de tentar a los místicos. Con sus rigurosas prácticas que convierten los itinerarios contemplativos en una actividad casi esquemática y totalmente certera, los ascetas de la India se predisponían a ver en el análisis del pensamiento reflexivo algo así como un traducción racional de aquella eliminación de lo superfluo en que en definitiva consiste hasta el éxtasis. Mística y lógica resultan así dos maneras igualmente legítimas del recogimiento del espíritu sobre sí mismo. Y puede decirse que mediante las dos técnicas, la de la mística y la de la lógica, se llegaba a iguales resultados: despojando progresivamente al espíritu de todo lo que le era ajeno, de todo lo contingente, aspiraban los ascetas al descubrimiento de la universalidad en la que el espíritu se sustenta y con la que se identifica; despojando progresivamente al pensamiento de todo lo que es ajeno, de todo lo contingente, aspiraban los lógicos al descubrimiento también de la universalidad en que el pensamiento se sustenta y con la que se identifica. El reino de la experiencia íntima, de la intuición incomunicable, no se contrapone, pues, al reino general del pensamiento, del discurso comunicable. El éxtasis y el silogismo podían, debían, coincidir en su resultado, si la realidad es, como las escuelas tradicionales indias sostienen empeñosamente, una y no múltiple. Y si ese resultado es el del descubrimiento de la realidad última, y si a él se llega por el éxtasis o por el silogismo, los ascetas podían, debían, recurrir a los dos métodos, que se corroboran mutuamente. Todos los problemas últimos admitían ser planteados en uno o en otro terreno.

Si mi interpretación es correcta, se explica fácilmente que los mismos ascetas entregados a las prácticas de concentración espiritual hayan sido, en la India, dialécticos sutiles. El ejemplo de Nagârjuna, en quien se dio tal vez la más feliz unión de mística y lógica, no es único. Abundan los casos como el suyo, en Oriente... y también en Occidente. Los nombres de los grandes lógicos de la India coinciden con los de los ascetas familiares del éxtasis. Y todas las escuelas, brahmánicas, budistas y jainas, aunque separadas por el contenido doctrinal de sus enseñanzas, por sus concepciones del mundo, por su metafísica, por su ética, coinciden, esencialmente, en la índole de las prácticas que permiten al espíritu a solas consigo mismo recorrer el itinerario contemplativo, y en el planteo y desarrollo de los problemas del pensamiento reflexivo que permiten al espíritu, también a solas consigo mismo, recorrer el otro itinerario, que es igualmente contemplativo. Es en esos dos extremos, el de la mística y el de la lógica, donde la India cree poder todavía enseñarnos algo. Si por un lado podemos acusar a la filosofía oriental de suprimir todos los problemas en una supuesta intuición de la que el pensamiento sale enfermo de ese sonambulismo que todo lo identifica (Hegel: "la filosofía no es sonambulismo"), por el otro no podemos dejar de reconocerle, en el análisis lógico, una lucidez de insomnio que justifica la afirmación de Dasgupta.

Nota

Tanto en este artículo como en cualquiera de las secciones que conforman la entrada "Vicente Fatone", hemos tratado de transcribir los términos sánscritos de la manera más encaminadora posible para los hábitos metalingüísticos del lector hispanoahablante no especializado (aun cuando el resultado resultara un poco recargado). Para lograr este objetivo, nos hemos valido de las precisiones que, sobre el particular, apuntó Julio Balderrama en su versión española del Lexikon der östlichen Weisheitslehren. [Diccionario de la sabiduría oriental. Barcelona: Paidós, 1993. Pp. X-XVIII.] En lo referente a este texto en particular, hemos comparado las dos versiones publicadas y hemos retocado sólo cuestiones de detalle.

["Extremismo de la filosofía oriental". Publicado originalmente en Cursos y Conferencias 17.197-98 (1948): 298-306. Edición de Ricardo Laudato]

Vicente Fatone
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"Yo siempre tengo razón"

"Quien no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las personas que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa creer que se tiene una opinión acertada; de donde resulta que quienes no tengan la misma opinión tendrán forzosamente una opinión errónea.

El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese librito, que la inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con la que tiene. Es decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está en lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.

Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la amargan los profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que es no dejarlo tener razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos: "¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente, decir: "¡Yo siempre tengo razón!"

En el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la generosa dosis de inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca que le ha dado a los demás. Pero sería falso sostener, sin embargo, que las discusiones son inútiles, porque de ellas no surge ninguna verdad. Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las que se refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la poca ajena. (Con la ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que discuten). Como, en definitiva, toda discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no conviene invocar razones que compliquen una cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues tener razón en algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a aceptar las razones ajenas, y de ahí, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender razones. El que discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena discutir. Lo mejor, pues, cuando alguien desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al argumento clásico y definitivo y decirle: "¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de palabra?").

Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es emitir la propia opinión lo más oscuramente posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor Aristóteles, que de estas cosas entendía una barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la cosa, pues así lo interesante de la discusión queda en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar que la inteligencia no le da para tanto. (Con este procedimiento se evita, además, que aprendan gratis los curiosos atraídos por la discusión).

Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus opiniones, el otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora, hablar a mí?" O sea: ¿Me permite opinar? Pero, ¿cómo se lo va a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se forme el prejuicio de que tiene razón? A veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para decirle: "¡Yo no opino lo mismo!" Y con eso cree tener razón, sin darse cuenta de que precisamente porque no opina lo mismo está equivocado. De ahí que, para abreviar la discusión y demostrarle rápidamente al otro que está equivocado, conviene preguntarle: "¿Usted no opina lo mismo? Si contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no, estará perdido, pues habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes saben qué está en juego en una discusión, si se les pregunta: "¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo francamente... ". El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son los que no tienen interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y, si se mira bien, se verá que en las discusiones nadie puede tener interés de ponerse de acuerdo con nadie. Si después de discutir dos horas es necesario admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble decepción, porque cada uno se ve obligado a estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en suerte, que es una manera de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha tocado a uno. Y para llegar a eso, tampoco valía la pena discutir.

Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo mismo. En rigor, cuando se discute no interesa decir qué opina uno mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que interesa es decirle, al otro, que está equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno entraba en una reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si a alguien se le preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la razón del mundo!"

Y ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la técnica de la discusión no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de confesar que no opina como nosotros, reconoce, sin quererlo, que está equivocado.

[Publicado originalmente en El Mundo (periódico) 17-X-1939. Edición de Ricardo Laudato]

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