Vicente Fatone
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Fatone (1903-1962) fue tal vez el primer latinoamericano, nacido en Argentina, dedicado honradamente al encuentro de Oriente y Occidente: de allí la preferencia en su obra de los tópicos universales de lo religioso y la mística. Profesor de filosofía en 1926 por la Universidad de Buenos Aires, su interés por el hinduismo y el budismo lo llevó, en 1936, a ganar una beca de la Comisión Nacional de Cultura para realizar un viaje de estudios por la India y el Tibet durante un año. En Buenos Aires había sido discípulo de Alejandro Korn. En Calcuta estudió con Surendranath Dasgupta y, presumiblemente también, con Visvabandhu Bhattacharya y Satischandra C. Chatterjee. Claro que para esa fecha hacía ya diecisiete años que Fatone se interesaba por temas orientales y conocía, llevado por su honradez, una cuota de japonés coloquial y de sánscrito.
Si algo hay que destacar de su labor, ese algo es el quieto impulso de su inteligencia. Puede sorprender que el conocido principio taoísta del wu-wei, no hay nada que el no hacer no haga, fuera el oriente de su conducta, y puede asombrar también que, sabiendo conformar su actividad de acuerdo con esa intuición metafísica, nunca haya desdeñado la fuerza sentiente de un misticismo como el católico: un bustito de san Buenaventura presidía, solitario en toda su biblioteca, la labor diaria de estudioso. Quizá por esa amplitud, que no era más que ingenuidad, integridad, Fatone haya podido escribir tratados sobre filosofía oriental o el universo de la mística junto a catorce cuentos para niños. Tal vez por eso también pudo escribir tanto una lógica que aún hoy es texto de escuelas secundarias en México como el primer aviso radiofónico de laxantes en la Argentina. Tradujo, asimismo, cuatro volúmenes de la versión española del Estudio de la historia de Arnold Toynbee y El diablo de Giovanni Papini. Escribió sobre el existencialismo, la relación entre filosofía y poesía, sobre la esencia del teatro y la definición de la danza (tópico casi inexistente en filosofía, a no ser por ciertas páginas de Platón y Nietszche, de Coomaraswamy o Zolla, y, alargando los términos, por el Eupalinos de Valéry). Dio más de ochenta conferencias sobre los más variados temas (incluidas las pronunciadas en la India) y colaboró en periódicos y revistas de gran tirada en Buenos Aires con más de cuatrocientos artículos y cincuenta textos de ficción. Dirigió la versión castellana del Diccionario Enciclopédico Quillet y el semanario Qué. Contra el consejo de los sabihondos, publicó un libro de entretenimientos para niños. Según él mismo afirmó, Cómo divertir a chicos y grandes era, de entre sus escritos, al que más cariño le tenía. He aquí los términos exactos de su elección (cuando se le preguntó si sentía especial cariño a alguno de sus libros):
"Sí, a uno que no es filosófico por cierto. Un libro de entretenimientos: Cómo divertir a chicos y grandes. A muchos pudo extrañar que yo escribiese un libro de entretenimientos; pero cuento con el antecedente del filósofo Heráclito que alguna vez se entretuvo jugando a la payana con los niños. Y cuando algunos hombres importantes se detuvieron, escandalizados, al mirarlo jugar, Heráclito les contestó: "¿Qué miran...? (y agregó una palabra fuerte). No les parece preferible esto a que me ponga a administrar la república con ustedes?"6
Dos son los grandes temas que ocuparon la reflexión de Fatone: el concepto de libertad y la mística. Desde una perspectiva existencialista, pensaba que la libertad es el componente fundamental de la existencia humana. Pero la libertad se hace a sí misma, de modo que el ser humano no sólo tiene libertad, sino que "pertenece a la libertad". Su interés por la mística le llevó a estudiar el pensamiento oriental como una forma diferente de conocimiento que poseía un poder liberador y no debía ser tachado tan sólo como pensamiento irracional. Una de sus obras más relevantes es "El existencialismo y la libertad creadora" (1948).
"Definición de la mística"Hombre soy y nada divino considero ajeno a mí. Con esta fórmula podríamos indicar el término del proceso místico, que se inicia con la exigencia expresada así por Novalis: "Dios quiere dioses". En cuanto al proceso en sí, valen estas palabras: "un ejemplo de lo que los biólogos llaman tropismo, es decir, una tendencia inherente de los seres vivos a volverse hacia la fuente de su alimentación". Es el enderezamiento hacia la fuente que mana y corre, hacia la fons vitae de Ibn Gebirol. Y mejor aún valen las últimas palabras de Plotino: "vuelo del Único hacia el Único".
La mística es, ante todo, experiencia. Las explicaciones místicas –decía Nietzsche– pasan por profundas, pero no son siquiera superficiales. Y Nietzsche tenía razón, aunque no había advertido que no son siquiera superficiales porque no son explicaciones. Le hubiera bastado, para saberlo, abrir el libro de los "Nombres Divinos" donde se dice que ese largo discurso no tiene por objeto explicar nada, ya que se refiere a lo inefable. Pero, aunque no son explicaciones, no pretenden comenzar, como Hegel les reprochaba, con el pistoletazo de la intuición intelectual o de la verdad revelada. En el mismo tratado de Dionisio de Aeropagita se advierte que lo inefable escapa también a la mirada intuitiva de los bienaventurados.
La experiencia mística es, como toda experiencia, incomunicable, pero no imparticipable. Eso está igualmente en Dionisio. Como experiencia, la mística prescinde de explicaciones, aunque pueda tolerarlas; pero éstas no son ya explicaciones místicas sino explicaciones de la mística. Conviene señalarlo, para prevenir la confusión entre hecho y doctrina, entre mística y misticismo.
Ante todo, ¿de qué es experiencia, esta experiencia? La experiencia mística puede ser definida como sentimiento de independencia absoluta. La mística queda contrapuesta así a la religión, que, de acuerdo con la famosa definición de Schleiermacher, es sentimiento de absoluta dependencia. En ambos casos, la palabra "sentimiento" puede ser remplazada, como sucede en el pensamiento de Schleiermacher, por la otra: "experiencia". Se evitan así las implicaciones románticas y las restricciones de ese sentimiento que induce a no ver en la religión y en la mística sino un énfasis de lo afectivo, aunque ésta no había sido la intención de Schleiermacher. A pesar de esta contraposición, o gracias a ella, la mística es el término y el fundamento de la experiencia religiosa, y ésta, sólo un momento de un proceso que cobra sentido en aquella.
Esa independencia es absoluta. No se trata de una independencia lograda en este o aquel aspecto de la vida del espíritu sino por el espíritu mismo de su integridad. Sin embargo, siempre han merecido atención preferente, cuando no exclusiva, los aspectos devocionales y ascéticos de la mística, sus modos estético y ético. La frecuencia de expresiones y símbolos como los de "unión amorosa" y "aniquilamiento", referidos especialmente al sentimiento y a la voluntad, contribuyó al olvido y hasta al desprecio del aspecto lógico de la mística, presentando a ésta como solución irracional del problema del conocimiento. Por ello, los historiadores occidentales de la filosofía se han considerado con derecho a excluir de sus cuadros a Dionisio el Aeropagita y hasta a Meister Eckart, como si la mística no hubiese adelantado ninguna doctrina. De ahí que convenga, para fundar la definición que de la mística hemos dado, comenzar por el menos atrayente, aunque no el menos importante, de sus aspectos. Intentemos mostrar cómo esa independencia absoluta en que la mística consiste supone una liberación del pensamiento, y cómo la lógica de la mística se articula con las otras lógicas y las supera.
El desenvolvimiento lógico consta de cuatro momentos, que son: el momento prelógico, el momento formal, el momento dialéctico y el momento místico. El momento prelógico corresponde al de la llamada mentalidad primitiva, objeto de estudio especialmente en la escuela francesa de sociología. Como la existencia de esta mentalidad primitiva puede ser discutida, y lo ha sido, podemos referirnos al momento prelógico que se da en el sueño y que en definitiva corresponde al de aquella mentalidad. En vez de utilizar, para reconstruir esa lógica, el vago anecdotario de los viajeros, podemos utilizar nuestra propia experiencia de la ensoñación. Desde el punto de vista lógico, el sueño sólo conoce la afirmación: tal imagen es esto y es también, al mismo tiempo, esto otro; X, que es nuestro enemigo, se nos presenta como siendo simultáneamente nuestro enemigo Y. Esta lógica carece de principios, es indiferente a ellos y debe, por eso mismo, resolverse en la simplicidad de la afirmación ingenua. Todo en el sueño es y es presente, no se da en el sueño siquiera la oposición entre los distintos momentos del tiempo: no hay en el sueño ni recuerdo ni esperanza. El sueño es la afirmación indiscriminada e indiscriminante. En el sueño todo es, y no existe la sospecha ni de lo que ya ha sido ni de lo que aún no ha sido; no existe la sospecha del no ser en el tiempo. Y tampoco en el espacio; en el sueño, así como se da sólo el ahora, se da sólo el aquí, pues la afirmación no admite las restricciones del allá: su espacio es éste, como es éste su tiempo.
En el momento formal se descubre la negación, sin rechazar la afirmación. En el momento prelógico se afirmaba, simplemente; ahora, se afirma o se niega. Este momento significa un progreso con respecto al anterior, y ese progreso no consiste sino en el descubrimiento de la contradicción. El ser es, el no ser no es; afirmar y negar simultáneamente es imposible; los dos primeros juicios constituyen la réplica al momento anterior en que todo era; el segundo juicio postula la validez absoluta de este segundo momento, que declara ser el último. Lo contradictorio es imposible y lo imposible es contradictorio. Pero esta lógica no advierte que por ser puramente formal, despojada de contenido, la certeza que ofrece puede no ser la verdad. Los fantasmas del momento prelógico no han desaparecido. Este es un momento en que los fantasmas se han hecho puros: formas vacías.
Y llegamos al tercer momento lógico; que es el de la dialéctica. En el primero se afirmaba; en el segundo se afirmaba o se negaba, sin admitir, entre la afirmación y la negación, término medio; en este tercer momento se va a afirmar y negar. El segundo momento era el de la lógica de la identidad en que el ser es y el no ser no es; el tercer momento es la lógica de la contradicción. Si sólo el ser es y sólo la nada (o el no ser) no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. "No hay ni en el cielo ni en la tierra cosa alguna que no contenga tanto el ser como la nada." El puro ser, sin determinación alguna, es la pura nada, también sin determinación; ambas son abstracciones sin contenido. Por ello Hegel pudo lanzar su desafío: Quienes afirmen la diferencia entre el ser y la nada intenten, sin caer en el ser o en la nada determinados, demostrar en qué consiste esa diferencia. La lógica debe comenzar con ese puro ser, absolutamente vacío, indeterminado e inmediato que no es sino la pura nada, también absolutamente vacía, indeterminada e inmediata. Pero la pura nada y el puro ser son, a la vez, diferentes. Si no lo fuesen, la identidad del ser y de la nada impediría todo proceso. Los dos términos eran ya distintos como lo son lo real y lo irreal. Si cada uno de esos términos es ahora equivalente al otro –se considera obligado a aclararnos otro idealista– ha surgido una contradicción; dos términos definidos como incompatibles han resultado equivalentes. En el devenir, el ser se afirma como diferente de la nada, y ésta se afirma, a su vez, como diferente del ser; pero en ese devenir que los unifica se niega también el ser y se niega la nada. La dialéctica nos obliga, en el devenir, a afirmar y a negar tanto el ser como la nada. Lo que era imposible en el segundo momento, es aquí no lo posible, sino lo real y su fundamento: la contradicción misma. El ser y la nada subsisten en el devenir, que sólo es en cuanto el ser y la nada son distintos: el devenir los une, pues no consiste sino en el paso del uno al otro y por lo tanto suprime su diferencia. Hemos superado así, en este momento, el momento formal, que en busca de certezas ha prescindido de la verdad, y que se ha detenido en los fantasmas puros del ser y de la nada al afirmar que el ser es y la nada no es. Afirmando la contradicción y no la mera identidad, en este momento dialéctico se ha llegado a lo que nuevamente parece ser el último extremo: afirmar la nada y negarla.
La proposición "el ser y la nada son lo mismo" no quiere, como podría parecer, negar simplemente la diferencia –aclara Hegel–, pues contiene esa diferencia aunque la enuncie como identidad. La proposición es contradictoria, y en ella se da precisamente lo que debe darse: el ser y la nada, distintos en la unidad del devenir. La única dificultad, continúa Hegel, reside en que ese resultado no está expresado en la proposición, y sólo se lo descubre o reconoce mediante una reflexión exterior a la proposición misma. De nada vale agregar una segunda proposición en que se diga que "el ser y la nada no son lo mismo", pues esta proposición queda desconectada de la primera. De donde debe concluirse –y así concluye Hegel, aunque deteniéndose en su descubrimiento– que la proposición en forma de juicio no es apta para expresar las verdades especulativas.
Hegel alude varias veces al budismo y a la filosofía china como sistemas en que se ha intentado la más absurda de las aventuras: derivar la realidad concreta de la nada. Por esas tentativas de comenzar con la nada, "no vale la pena mover siquiera un dedo": esa nada de la que quisiera partirse, de la que se pretende extraer lo real, contiene ya el ser; y es siempre de éste –pero no entendido a la manera eleática, como ser que simplemente es– de donde ha de partirse. Pero si la absoluta indeterminación del ser se identifica con la nada, ¿no estaremos ante una cuestión de palabras?
Ya mucho antes de que se insinuasen los sistemas budista y taoísta que concluirían en misticismo, se planteó, toscamente, en el mundo oriental, la disputa: "En el principio era el ser"; "en el principio era el no ser"; y la disputa terminó, ante la imposibilidad de derivar la realidad del mero no ser que sólo fuese no ser, o del mero ser que sólo fuese ser, con el rechazo de ambos: "en el principio no era el ser ni el no ser". Uno y otro ofrecían, como punto de partida, las mismas dificultades que la dialéctica entrevé. La dialéctica opta por afirmarlos a ambos; pero como la simple afirmación de ambos no es sino duplicar la imposibilidad, también los niega. La negación de ambos duplica, a su vez, la imposibilidad. Afirmarlos y negarlos, cuando se los afirma y niega independientemente, no es sino insistir en los puntos de partida que se quiere superar. Es necesario –y así lo hace la dialéctica– afirmarlos y negarlos, pero en una relación intrínseca, y no como dos términos enfrentados, rígidos, que de ninguna manera podrían luego entrar en relación. Ni de la nada ni del ser era posible partir. Pero ¿por qué, entonces, insistir en que ha de partirse del ser y no de la nada, si ambos son idénticos en su absoluta indeterminación? ¿Por qué han de afirmarse y negarse ambos términos en la unidad del devenir, y no ha de negarse esa afirmación y negar también esa negación? Ésa es la actitud de la lógica budista, en la línea que conduce al misticismo de Nagârjuna. Ni la afirmación ni la negación aisladas, ni la afirmación y la negación unidas.
Heráclito afirmaba que el Uno, el único sabio, no quiere y sin embargo quiere ser llamado con el nombre de Zeus. La dialéctica se ha considerado, con razón, forma explícita y clara de ese principio. El momento místico tiene que consistir en la negación del momento dialéctico, y consiste en ello, como cada uno de los otros era negación del momento lógico anterior. Así se instaura la teología negativa, la lógica apofántica propia de la mística: negando aquel no quiere y quiere para convertirlo en esto otro: ni quiere ni no quiere. Ésta es la indiferenciación absoluta que puede servir de punto de partida. Indiferenciación donde hay, sin embargo, diferenciación (quiere y no quiere) pero negada.
El principio no es el ser del sistema eleático ni el ser del sistema dialéctico. El principio no es posible de afirmación ni de negación: ambas deben ser negadas, y en este sentido el principio es la negación de toda afirmación y de toda negación. El principio es lo que Otto ha llamado lo "enteramente otra cosa". En los úpanishads, como el mismo Otto advierte en los ensayos destinados a precisar su primer análisis de lo sagrado, se da ya esa fórmula, anyad eva, que vuelve a hallarse en el aliud valde y, con menos fuerza, en el dissimile, de San Agustín. Todas esas expresiones se resumen en la respuesta "neti, neti" (no es así, no es así), ante cualquiera afirmación o negación. Ya hemos indicado que lo mismo sucede en el budismo inicial. Ese sentido de lo que es "enteramente otra cosa" se afianza en los libros llamados del "Ápice de la sabiduría", donde el pensamiento parece complacerse en la paradoja, exactamente como en la paradoja parecía complacerse la dialéctica al esforzarse por superar el momento lógico que le era previo. Es la paradoja obligada para discriminar la naturaleza del principio, que no quiere, ahora, mostrar la contradicción sino negarla en su propio seno. Esto es lo que constituye la llamada irracionalidad de la mística: una irracionalidad que no es la negación de la lógica formal, de la lógica común, sino una negación de la lógica dialéctica, y su superación.
Primero fue el momento prelógico de la mentalidad primitiva que subsiste en el sueño: el momento de la afirmación sin conflictos. Luego, es el momento formal, abstracto, de la afirmación o la negación: el conflicto aparece cuando la afirmación y la negación, queriendo ser simultáneas, provocan la abstención del asentimiento. Se ha descubierto la contradicción, para negarla. El ser es; el no ser no es. Y no hay una tercera posibilidad. Luego es el momento dialéctico en el que se descubre una nueva contradicción: si el ser sólo es y la nada sólo no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. Afirmar meramente el uno y negar meramente el otro es una contradicción: se ha descubierto la contradicción del momento lógico y se niega ese momento negando que la contradicción sea imposible. Hay una tercera posibilidad: el devenir.
Ahora podrá entenderse el lenguaje y el pensamiento místicos. La lógica mística no afirma el ser ni la nada abstractos. Hegel reconocía que especialmente en la metafísica cristiana se había dado, con el rechazo de la proposición ex nihilo nihil fit, la afirmación de un tránsito de la nada al ser. Esta metafísica no era, pues, un sistema de la identidad, ya que no estaba fundada en el principio según el cual el ser solamente es y la nada solamente no es. Hegel admite, pues, que la metafísica cristiana supera la presunta posición budista que fundamentaría la realidad en una nada que sola es nada. Y admite también, expresamente, que del mismo modo supera la posición eleática y su esfuerzo por fundar la realidad en el ser que solamente es ser. En otras palabras, la metafísica cristiana había superado lo que la dialéctica quiere superar. No se le puede, entonces, hacer ya el reproche de haber querido comenzar con el "pistoletazo" de la revelación interna o de la intuición intelectual. Para negar la diferencia del puro ser y la pura nada, Hegel recurre, además, en su lógica, a las imágenes de la pura luz y la pura tiniebla: en la pura luz se ve tan poco como en la pura tiniebla, pues el puro ver es un puro no ver. Sólo la tiniebla hace visible la luz. A la misma imagen se recurre en el momento místico. Dionisio el Aeropagita ensaya, en su itinerario de ascenso y descenso en busca de expresiones para el principio, todas las afirmaciones y todas las negaciones. En el primer caso es el ascenso hacia la luz, y en segundo el descenso a las tinieblas. Pero ni en la luz ni en las tinieblas puede hallar el alma el refugio suficiente: debe buscarlo en la oscuridad transluminosa, en el rayo de tiniebla. En el ascenso, aparece la afirmación del ser por la vía eminencial; en el descenso, su negación; y en seguida se descubre la insuficiencia de la afirmación y de la negación. Llega, así al momento dialéctico, que es el de la oscuridad transluminosa y el rayo de tiniebla. Es entonces cuando se descubre que el no ser no es mero no ser, sino que está trabajado por la aspiración al ser; y por ello puede decirse que en el no ser se dan hasta el bien y la belleza, y que en el bien y en la belleza se da, de cierta manera, el no ser. Invocación de la nada al ser y vocación del ser hacia la nada.
Pero ése es sólo el proceso, y no su término. En el término, el proceso ha de ser negado, dejando de ser proceso, y para ello ha de mostrar en grado máximo su fuerza apofántica. El devenir –había dicho Hegel con otra intención– concluye en un resultado quieto. Esa quietud es, ahora, la última negación. Por ello la Teología Mística de Dionisio el Aeropagita termina negando todos los momentos lógicos posibles: el principio ni es ni no es; ni quiere ni no quiere ser llamado Dios, ni Unidad, ni divinidad; no está inmóvil, ni en movimiento, ni en reposo; no es tiniebla ni es luz, ni es error ni es verdad. El principio, absolutamente independiente, excede todas las afirmaciones y todas las negaciones, no admite afirmación ni negación alguna. No admite siquiera estas mismas negaciones, que también deben ser negadas y que por ello no pueden encontrar, como para su verdad declaraba no poder encontrarlo la dialéctica, un juicio en que expresarse.
Ahora sí la mística puede ser condenada a silencio. Ya ha descubierto, mediante la redención del pensamiento –que es uno de sus caminos, y no el único–, la independencia absoluta que nos había servido para definirla.
[Publicado originalmente en Insula (Bs.As.) 3 (1943): 192-199. Edición de Ricardo Laudato]
"Yo siempre tengo razón"
"Quien no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las personas que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa creer que se tiene una opinión acertada; de donde resulta que quienes no tengan la misma opinión tendrán forzosamente una opinión errónea.
El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese librito, que la inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con la que tiene. Es decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está en lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.
Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la amargan los profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que es no dejarlo tener razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos: "¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente, decir: "¡Yo siempre tengo razón!"
En el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la generosa dosis de inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca que le ha dado a los demás. Pero sería falso sostener, sin embargo, que las discusiones son inútiles, porque de ellas no surge ninguna verdad. Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las que se refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la poca ajena. (Con la ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que discuten). Como, en definitiva, toda discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no conviene invocar razones que compliquen una cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues tener razón en algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a aceptar las razones ajenas, y de ahí, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender razones. El que discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena discutir. Lo mejor, pues, cuando alguien desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al argumento clásico y definitivo y decirle: "¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de palabra?").
Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es emitir la propia opinión lo más oscuramente posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor Aristóteles, que de estas cosas entendía una barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la cosa, pues así lo interesante de la discusión queda en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar que la inteligencia no le da para tanto. (Con este procedimiento se evita, además, que aprendan gratis los curiosos atraídos por la discusión).
Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus opiniones, el otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora, hablar a mí?" O sea: ¿Me permite opinar? Pero, ¿cómo se lo va a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se forme el prejuicio de que tiene razón? A veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para decirle: "¡Yo no opino lo mismo!" Y con eso cree tener razón, sin darse cuenta de que precisamente porque no opina lo mismo está equivocado. De ahí que, para abreviar la discusión y demostrarle rápidamente al otro que está equivocado, conviene preguntarle: "¿Usted no opina lo mismo? Si contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no, estará perdido, pues habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes saben qué está en juego en una discusión, si se les pregunta: "¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo francamente... ". El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son los que no tienen interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y, si se mira bien, se verá que en las discusiones nadie puede tener interés de ponerse de acuerdo con nadie. Si después de discutir dos horas es necesario admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble decepción, porque cada uno se ve obligado a estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en suerte, que es una manera de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha tocado a uno. Y para llegar a eso, tampoco valía la pena discutir.
Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo mismo. En rigor, cuando se discute no interesa decir qué opina uno mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que interesa es decirle, al otro, que está equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno entraba en una reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si a alguien se le preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la razón del mundo!"
Y ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la técnica de la discusión no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de confesar que no opina como nosotros, reconoce, sin quererlo, que está equivocado.
[Publicado originalmente en El Mundo (periódico) 17-X-1939. Edición de Ricardo Laudato]
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